Actualmente, tenemos una idea aproximada de cómo fueron las serenatas en
tiempos pasados. De hecho, algunas puestas en escena vistas en Lima el 2014, nos han recordado esta antigua tradición. En
el artículo que a continuación reproducimos, don Abelardo Gamarra “El Tunante”
nos precisa la distinción entre dar serenata y dar un gallo, costumbres que fueron
decayendo en el Perú a fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, y cuyo
último reducto fueron las ciudades del interior del país. El Tunante nos pinta
una serenata posiblemente andina, tal vez, quizás recordando su Huamachuco
natal. Con pequeñas variantes, tanto los gallos como las serenatas fueron una
costumbre muy extendidas en toda América de habla hispana. En una próxima oportunidad,
volveremos sobre el tema. Les compartimos esta lectura. Sírvase tener presente
la cita bibliográfica colocada al final del artículo.
UNA SERENATA
La
más hermosa de las costumbres de la juventud en el interior de la República va
desapareciendo con la profusión del licor
y la relajación de nuestros hábitos, lo único que todavía subsiste son
los llamados gallos.
Dar un gallo, es cosa muy distinta a dar una
serenata: hay tanta diferencia entre el gallo
y la serenata como la que puede
haber entre la ópera seria y la opereta: el gallo es lo preliminar de la
jarana, el prólogo de la celebración de un santo, ¡ah! La serenata, es una
manifestación de amor en el silencio de la noche; el ¡ay! misterioso del
ausente; la dulce queja; la íntima confidencia o la declaración sentida de un
cariño: lo primero es alegre y lo segundo es melancólico.
El
amante que quiere declararse; el enamorado celoso; el que se encuentra
desdeñado o el que adorando con delirio, se siente cada vez más cautivado por
los encantos de una mujer, ése da serenata.
Cuando
la familia se opone, cuando entre la enamorada y el amante media distancia de
fortuna, cuando se trata de alegrar a la mujer que se ama, cuando todos son
imposibles es cuando se dan serenatas.
Para
verificarlas, no todas las noches son iguales: las noches frías o lluviosas,
las noches profundamente oscuras, ésas que sirven para el crimen, jamás pueden
servir para dar serenatas.
La
palabra lo está indicando: las noches serenas, plácidas, poéticas, aquellas en
que la luna brilla con todo su esplendor o se oculta melancólica esparciendo su
luz a través de las nubes como brillante bujía tras cristal deslustrado; esas
noches tranquilas, en que en lugar de viento se percibe el respirar perfumado
de la naturaleza donde hay vegetación, respirar rumoroso donde hay aguas que se
deslicen, esas son las noches de serenata.
conjunto musical "Sabor del 900", ofrecido en junio de 2014
Al
primer canto de gallo, en altas horas de la noche, Pedro, Diego, Martín:
cuatro, seis, ocho jóvenes, los unos con vihuela, los oros con bandurria, éste
con quena, aquél con charango, el de más allá con andarita; uno llevando el alto, otro el bajo, todos haciendo coro
salen de casa del amante o del amigo, camino de la ventana, puerta o balcón de
la casa de la mujer amada; terciando el poncho bajo el brazo izquierdo o echado
al hombro a modo de bufanda; los sombreros con las alas caídas, como para
cubrir los ojos: fachas de badulaques. Desde que salen, comienzan a entonar
pasacalle, que no es otra cosa que los llamados cantarcillos: cantan en coros
por momentos y en largos intervalos, s{olo dejan oír el rasgueo de las vihuelas
y el alegre vibrar de las bandurrias. A veces rompe el alegre y acompasado
pasacalle, un grito penetrante, un agudo silbido a manera de quien vive o de hurra,
que se deja oír a muy larga distancia, que previene o despierta, que aviva la
atención de las gentes que escuchan a puerta cerrada.
Las
malas son esas penas,que sin matar nos maltratan;
las que de un golpe nos matan
esas si que son las buenas.
Y el pasacalle sigue, y las gentes oyen a la distancia, sintiéndolo pasar como cadencia que llevara el viento hasta playas remotas: sus armonías huyen a lo lejos y se pierden dejando dejando al que las ha escuchado en la duda de si estaría soñando. De pronto callan los instrumentos; cada músico se acomoda lo mejor que puede para tocar con libertad: quien da la serenata se coloca los más cerca posible de la reja que pudiera ser la que se entreabra para dejar pasar una flor, un pañuelo, una carta o para dejar adivinar que alguien escucha dulcemente arrobada, dejando caer quizás lágrimas silenciosas por el alabastrino seno. Se coloca lo más cerca posible y entona el yaraví, el expresivo, tierno, dulce y patético yaraví.
Te vi, señora,
por vez primera,
cual hechicera
límpida aurora;
y desde entonces, alma querida,
vivo en constante desasociego,
triste es mi vida,
pasó tu fuego
como un celaje
y hoy angustiado,
¡ay! Tú sabes cuánto he pasado
sufro constante melancolía,
desde ese día.
Mujer ingrata,
que adoro tanto,
también el llanto
sabes que mata;
vivo tan triste sin tus caricias!...
¿por qué me privas de tu hermosura,
de tus delicias
tórtola pura?
¡ay! mas en vano
te llamo tanto;
vana quimera, vana porfía
te ruego en vano y en vano canto
la pena mía.
Tal vez un día
dueño tirano,
llores en vano
mi idolatría;
tal vez más tarde pagues, traidora,
el mal que me hacen tus lindos ojos
dándome ahora
tantos enojos;
sigue labrando
mi triste suerte,
no te conduelas, del alma mía,
¡ay! sólo siento, llegar a verte
llorando un día.
El cielo despejado, la luna rutilante, el lucero de la mañana brillador y solitario, la calle desierta; las casas como palacios en cantados y la mujer que se ama como diosa de aquel culto expresado tan tiernamente. He ahí lo que es una serenata.
Después del yaraví otra vez el pasacalle, el pasacalle con que alejan los cantores, con que se pierden en la sombra.
En seguida, el silencio, interrumpido por el alegre menudeo de los gallos, el rumor de las hojas agitadas por el vientecillo de la madrugada y el murmullo de la acequia vecina, que, haciendo gorgoritos, parece que quisiera ir remedando al pasacalle.
Cosa de hadas es una serenata.
Bibliografía:
GAMARRA, Abelardo “El Tunante”. Una
serenata; En: En la ciudad de Pelagatos; Lima, Ediciones PEISA, 2da. Edición
aumentada, 1973, pp. 194 a 198.
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